41. La Gracia de la Humildad
Señor Jesús, manso y humilde.
Desde el polvo me sube y me domina esta
sed insaciable de estima, esta apremiante
necesidad de que todos me quieran.
Mi corazón está amasado de delirios imposibles.
Necesito redención.
Misericordia, Dios mío.
No acierto a perdonar,
el rencor me quema,
las críticas me lastiman,
los fracasos me hunden,
las rivalidades me asustan.
Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la
humildad, mi Señor manso y humilde de corazón.
No sé de dónde me vienen estos locos deseos de
imponer mi voluntad, eliminar al rival, dar curso
a la venganza. Hago lo que no quiero.
Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad.
Gruesas cadenas amarran mi corazón: este corazón
echa raíces, sujeta y apropia cuanto soy y hago,
y cuanto me rodea. Y de esas apropiaciones me
nace tanto susto y tanto miedo: ¡Infeliz de mí,
propietario de mí mismo!, ¿quién romperá mis
cadenas? Tu gracia, mi Señor pobre y humilde.
Dame la gracia de la humildad.
La gracia de perdonar de corazón.
La gracia de aceptar la crítica y la contradicción,
o, al menos de dudar de mí mismo cuando me corrijan.
Dame la gracia de hacer tranquilamente la autocrítica.
La gracia de mantenerme sereno en los desprecios,
olvidos e indiferencias; de sentirme verdaderamente
feliz en el anonimato; de no fomentar
autosatisfacciones en los sentimientos, palabras y hechos.
Abre, Señor, espacios libres dentro de mí para que
los puedas ocupar Tú y mis hermanos.
En fin, mi Señor Jesucristo, dame la gracia de ir
adquiriendo paulatinamente un corazón desprendido
y vacío como el tuyo; un corazón manso, paciente y
benigno. Cristo Jesús, manso humilde de corazón,
haz mi corazón semejante al tuyo. Así sea.
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